domingo, 30 de enero de 2011

Dejando Perú para entrar a Ecuador.

Una vez que salimos de Máncora, los pequeños pueblitos pesqueros no dejaron de sucederse hasta llegar a la ciudad de Tumbes. Lo que tampoco dejó de suceder y adornar el paisaje fue el desierto, todo desierto y nada más que desierto. Desierto que misteriosamente y casi como por arte de magia se transforma en pura vegetación una vez que uno cruza la frontera y entra en Ecuador.

Luego de sellar el pasaporte y comerme una ensalada de frutas gigante (pagada con los ultimos soles peruanos) siguió el recorrido que tendría como destino la ciudad de Guayaquil. Casi todo el camino se ve adornado por las interminables plantaciones de banana que se aprecian al costado de la carretera. Cuando este paisaje se ve momentaneamente interrumpido, otra tonalidad de color verde aparece en escena para seguir en la misma sintonía. Seguramente la abundancia de vegetación se deba a la cantidad de lluvias que hay por aquí, ya que tambíen inexplicablemente apenas cruzamos la frontera que separa a estos dos países empezó a llover, cosa que no había visto en Perú.

El viaje se hizo interminable, por varias razones: el autobus paro varias veces en cada uno de los pueblos por los que pasó; el chofer era un hijo de mil puta al que no le importaba nada y no respetaba ni una sola regla de transito, por lo que temí por mi vida y por la de los que viajaban aquí conmigo; subía tanta gente al autobus que a pesar de ir sentados, ibamos todos mas que incomodos porque por momentos en el pasillo había mas gente parada que la que estaba sentada. Igualmente este viaje me regaló otra curiosidad: a cada uno de los pasajeros que subia al autobus, un agente de seguridad los cacheaba y les revisaba el bolso, detalle no menor que aún me sorprende.

Después de una hora y media de retraso por fin arribamos a la modernisima terminal de autobuses de la ciudad de Guayaquil que desde el primer momento también me sorprendió y que proximamente les voy a comentar.

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